jueves, 5 de junio de 2014

HISTORIA NARRATIVA Y EMPATÍA EN LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA
MARÍA GUADALUPE LÓPEZ FILARDO

            Las tendencias actuales de la investigación histórica por un lado y de la didáctica por otro, sitúan al profesor de historia en una posición comprometida. Los debates de los últimos años entre tendencias y escuelas historiográficas han comenzado a repercutir de una u otra forma en la enseñanza de la historia, buscando alternativas que permitan cubrir el vacío dejado por la crisis de los modelos neo-marxistas y de los Annales, e integrar los nuevos enfoques historiográficos en las actividades de enseñanza.
Las grandes síntesis, con las que se pretendía explicar la historia mediante unos pocos actores fácilmente esquematizables, han caído en descrédito; la narración vuelve a ser apreciada, mientras que la investigación se amplía a nuevos temas, encontrando su frontera más prometedora en el ámbito de lo privado y en la historia de las mentalidades.
Ese renovado interés al que hemos venido asistiendo en las últimas décadas, por la narrativa en el ámbito de la educación, parecería poder detectarse en dos planos distintos. Por un lado, en la propia investigación educativa, la cual, desde enfoques predominantemente cualitativos, incorpora la teoría narrativa como procedimiento para obtener saber educativo. Pero además, lo narrativo entra en relación con la propia práctica educativa (aquí el uso de la narración es pedagógico, en vez de epistemológico).
De ahí que a las dificultades que plantea el cómo enseñar se añadan ahora las del qué enseñar de la Historia.
En este artículo trataremos, precisamente, de reflexionar en torno a esta idea, ayudándonos de modo especial, con la contribución filosófica que ha realizado Paul Ricoeur (1995) a partir de sus incursiones en la teoría narrativa.


Pensar la educación narrativamente

Pretendemos en primer término, definir las relaciones que se dan entre la educación y la narración, y ofrecer algunos argumentos que justifiquen la posibilidad y la necesidad de pensar la educación como el proceso de construcción de una identidad narrativa. Desde este punto de vista, la referencia a la obra de Ricoeur resulta aquí muy pertinente, porque una de sus principales contribuciones consiste en afirmar que nuestra capacidad humana para la autocomprensión ha de pasar, necesariamente, por el acceso a la cultura y, en general, a un conjunto muy amplio de mediaciones simbólicas (signos, símbolos y textos), por cuanto nos educamos en un mundo que nos es narrado. Parecería claro entonces, que la acción educativa concebida como acción que puede ser narrada, es una acción mediada textualmente. Éste es el argumento principal de Ricoeur. Construimos nuestra identidad narrativamente, o lo que es lo mismo, a través de lecturas históricas y de ficción por medio de las cuales vamos, una y otra vez, componiendo nuestro personaje. Nos formamos leyendo el texto de nuestra propia vida (que es biográfica) y el texto del mundo.
En términos generales, es posible observar la extensión de una cierta conciencia social o cultural, muy proclive a la autocomprensión narrativa, como resultado de la crisis de los grandes relatos o explicaciones totales del mundo. Esta conciencia – calificada de posmoderna – invitaría a abandonar definitivamente las grandes narrativas y a optar por narrativas más pequeñas y locales, pero en cambio más personales, que los individuos y las comunidades pueden hacer de sí mismos.
Por otro lado, la crítica cada vez más extendida al positivismo y al racionalismo – una crítica que no obstante en el ámbito de las ciencias humanas y sociales, con frecuencia es mucho menos sólida de lo que se pretende y por eso menos productiva – también ha traído como consecuencia la necesidad de dar la palabra a los genuinos protagonistas de la historia y a acentuar con ello la dimensión emocional, afectiva y biográfica de la relación que se establece entre la ciencia histórica y la educación.
Pero aparte de estos argumentos (la crisis de los grandes relatos y la crítica a la racionalidad técnica), existe un argumento de tipo antropológico, que parece justificar la necesidad de pensar la educción narrativamente. El argumento consiste en afirmar que la vida humana es, de modo esencial histórica y que en cuanto tal, cada vida es una historia narrada en el tiempo y un proyecto existencial biográfico. Concebir por lo tanto la vida humana como biografía, es tratar de pensarla como relato.
 Siguiendo esta línea de pensamiento podría decirse que no es posible comprender la Historia prescindiendo de la narración de quienes la protagonizaron y ello implica además la imaginación, ya que sería erróneo suponer que los hombres guían su conducta por una apreciación objetiva de los hechos. “Nuestra vida – escribía Marcel Proust - es también la vida de los demás, pues para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión. Es la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera, el arte sería el secreto eterno de cada uno.”  (1988:244-245)
Este mensaje parece recogerlo la Nueva Historia, pues su objetivo no es sólo registrar hechos, sino reconstruir cómo los vivieron, como los imaginaron por tanto, los hombres y mujeres de otro tiempo. El historiador francés Jacques Le Goff, ha explicado que la historia de las mentalidades no es la de los fenómenos objetivos, sino la de la representación de los mismos y, por ello, ha de recurrirse a los documentos de lo imaginario, es decir, al arte y la literatura.
 Desde este punto de vista, la educación se inscribe entre el deseo de narrar y la narración del deseo, orientándose por una parte, a la formación de una identidad personal que se encuentra comprometida con la recepción conjunta – especialmente en la lectura – de los textos históricos y de ficción (lo que nos conduce a un deseo progresivo de seguir narrando el mundo a los demás) y por otra, a concebir que nuestro aprendizaje como seres humanos es, en el fondo, una práctica narrativa dentro de la cual aprendemos a contarnos mejor lo que somos, quiénes somos, cuáles son nuestras creencias e intenciones. En consecuencia, el sujeto humano es, parcialmente, el producto de una pre-construcción narrativa. El trabajo, el consumo, la violencia, la muerte, la educación, no podrían existir fuera de una estructura narrativa. El mundo del relato configura la realidad social, la transfigura y a su vez es transfigurado por ésta al darle un sentido, puesto que lo vincula a un origen y le da una visión prospectiva.

La imaginación narrativa

            Todo lo que llevamos dicho suscribe a una tesis peculiar: por su estructura inherentemente narrativa, el proceso educativo encuentra un modelo formal en el paradigma literario. Para Ricoeur, narrar es representar de manera creadora y original el campo de la acción humana, estructurándola activamente mediante la invención de una trama, de un relato.
Toda narración es una invitación al pensamiento, a la construcción de significados, a la elaboración de sentido. De ahí que sea posible afirmar que una primera dimensión de la acción educativa es la imaginación. La acción educativa, en tanto acción formadora de una identidad, debe inventar, es decir, tiene que ver más con la ficción que con una supuesta realidad objetiva que no hace sino esperar pasivamente a que la descubramos. Sin la ficción, o lo que es lo mismo sin la mímesis (“imaginación creadora”), la acción educativa carecería de sentido. Para que tenga sentido, la acción debe ser narrada. No hay pues, acción sin mythos (trama, relato) ni mímesis (imaginación). No hay acción  fuera de la trama y de la imaginación creadora; por eso no hay acción sin relato, ni acción sin narración (Ricoeur, 1997:83-84) 
La mímesis tiene un sentido dinámico: es el proceso activo de representar, pero no como una imitación o copia de una realidad ya constituida, sino como una reconstrucción mediante la imaginación creadora (Ricoeur, 1995: 83). De este modo puede afirmarse que la acción educativa es una relación mimética, especialmente si se la entiende como creación de tramas, de narraciones y de tiempo. Porque no hay tiempo humano sin relato. Ésta es la tesis de fondo de Tiempo y narración: el tiempo es tiempo humano en la medida que es tiempo narrado, o sea, que puede expresarse narrativamente.
La argumentación de Ricoeur tiene dos partes diferenciadas: en primer lugar sostiene que siendo la vida humana temporalidad, el tiempo humano se constituye a través del tiempo histórico y del tiempo de ficción (epopeya, drama, novela, etc.) El análisis de esta cuestión lo lleva a afirmar que la comprensión de uno mismo está mediatizada por esa recepción conjunta de los relatos históricos y de los de ficción. El individuo, así como la comunidad, posee una imagen de sí mismo, que depende de aquellas imágenes del pasado fruto de los relatos que configuran su tradición simbólica y que deben ser reelaborados y refigurados en el presente. Es por lo tanto la lectura (la actividad de leer) – tanto en su sentido literal como metafórico – el medio por el cual nos interpretamos a nosotros mismos. Leyendo vamos refigurando el personaje que somos, escuchando relatos y narraciones mejoramos nuestra capacidad para comprendernos a nosotros mismos en las diferentes etapas de nuestras vidas.
La identidad narrativa, sea la de una persona o la de una comunidad, es ese espacio interpuesto entre historia y ficción. En efecto, las vidas humanas son más legibles cuando son interpretadas en función de las historias que la gente lee y narra a propósito de ellas. Esas historias de vida se vuelven más interesantes cuando se les aplican modelos narrativos (tramas) tomados de la historia propiamente dicha o de la ficción (drama o novela). Según esto, la relación entre la narración y la vida es doble. En primer lugar, la narración remite a la vida, ya que el proceso de composición se realiza en el lector, en el cual se opera una fusión de horizontes: el horizonte de su propio mundo de lector y el del mundo de la ficción. En este sentido, leer es un modo de vivir; contar y leer narraciones es vivirlas en el mundo de lo imaginario, recreándolas en uno mismo. Por lo tanto, la autocomprensión es una interpretación, que encuentra en la narración una mediación privilegiada, a través de la historia y la ficción.   

Historia narrativa o historia de las mentalidades

            Los dos términos narrativa y de las mentalidades son seguramente los calificativos más usados para caracterizar algunas de las tendencias historiográficas más novedosas y atractivas de las últimas décadas. Aunque cada uno de ellos hace referencia en realidad, a un aspecto parcial del conocimiento histórico – en un caso al procedimiento explicativo y en el otro al tema de investigación – ambos son usados indistintamente la mayoría de las veces, para hacer alusión a todo un haz de cambios de naturaleza en el discurso histórico, como Lawrence Stone ha caracterizado de forma extrema (1979:104).
Estos cambios afectan de manera preferente a los temas de investigación. El interés por el universo mental y afectivo sustituye al de las estructuras socioeconómicas, pero también a los procedimientos de exposición y síntesis de resultados; la descripción del microcosmos se prefiere al análisis del macrocosmos y el acontecimiento concreto e individual sustituye a la generalización y el dato anónimo. Pero ¿acaso suponen esos cambios un abandono a la aspiración de hacer una Historia explicativa que intente dar respuestas a los grandes por qué de nuestro pasado colectivo?
La polémica no está en modo alguno cerrada. Para muchos, las nuevas tendencias historiográficas son una manifestación elocuente del fracaso de anteriores pretensiones científicas. En el extremo opuesto se sitúan quienes postulando que la ciencia histórica sólo tiene que ocuparse de hechos y prescindir de lo imaginario, acusan a los historiadores alineados con las nuevas tendencias, de frivolidad, anecdotismo y de hacer, en realidad, literatura documentada. Posiblemente, para estos detractores de la nueva historia resultaría improcedente recurrir a la literatura como fuente histórica.
            Pero tal diagnóstico, además de discutible en su propia validez (¿la historia de hoy es verdaderamente tan narrativa como pretende serlo?), nos parece doblemente apresurado. Hay que reconocer junto con Ricoeur, que la Historia en todas sus formas, desde las que menos describen los hechos hasta las más estructurales, pertenecen plenamente al campo narrativo. Cualquier escrito propiamente histórico se construye, en efecto, a partir de fórmulas que pertenecen al relato. Existen diversas formas de transición que remiten las estructuras del conocimiento histórico al trabajo de configuración ‘narrativa’ y que aparentan en uno y otro discurso, la concepción de la causalidad, la caracterización de los sujetos de la acción, la construcción de la temporalidad (1995: 247) A partir de esto, la Historia es siempre relato, aún cuando pretenda dejar de lado lo narrativo y su modo de comprensión siga siendo tributario de los procedimientos y operaciones que aseguran la trama de las acciones representadas (Ibid: 289-304).

Conceptos, generalizaciones y narrativa en la explicación histórica

            No creemos necesario profundizar en este debate, pues nuestro interés se limita a reflexionar sobre las implicaciones que estos cambios tienen en la enseñanza de la Historia. Pero creemos necesario sin embargo, aclarar nuestra posición al respecto. Nos parece acertada la opinión de Eric Hobsbawn cuando - en respuesta al artículo de Stone - señalaba que: Es posible considerar la historia de los hombres y de las mentalidades, de las ideologías y de los acontecimientos, complementaria al análisis de las estructuras y las corrientes socio-económicas, antes que se vea obligada a sustituirla  (1980:108).
            Cuando se trata de enseñar a comprender el pasado es imprescindible contar con conceptos o hipótesis explicativas (como por ejemplo revolución liberal burguesa) y también con generalizaciones de menor envergadura teórica (del tipo por ejemplo, de monarquía absoluta), pues sin estos mínimos instrumentos teóricos sólo dispondríamos de una mezcla caótica de datos. Pero a la vez, resulta también imprescindible complementar, matizar, enriquecer en definitiva esa perspectiva generalizadora, con el análisis pormenorizado de individuos y situaciones concretas. No cabe por lo tanto, la simple oposición de pretender contrastar las explicaciones sin el relato y los relatos sin explicación; la comprensión histórica está construida, en y por el relato en sí, por sus disposiciones y sus composiciones.
Pero hay dos formas de entender esta afirmación. En primer término, puede significar que la trama es en sí misma comprensión (y por lo tanto podría haber tantas comprensiones posibles como tramas construidas) y que sólo es posible medir la inteligibilidad histórica a través de la credibilidad que ofrece el relato ...aquello que llamamos explicación no es más que la manera que el relato tiene para organizar una intriga comprensible escribía Veyne (1972:67), planteando que relatar es dar a comprender pero que, consecuentemente, explicar en historia no es más que develar una intriga. Sin embargo, la proposición que relaciona la narración y la explicación puede tener otro sentido, si elabora los datos de la trama como rasgos que autorizan la reconstrucción, sometida siempre al control de las realidades que la produjeron. El conocimiento histórico se inscribe de esta forma, en un paradigma del conocimiento que no es el de las leyes pertenecientes al de la matemática ni tampoco el de los únicos relatos verosímiles (Ginzburg, 1989: 19). La trama debe entenderse como una operación de conocimientos que no pertenece al orden de la retórica sino que plantea como central, la posible inteligibilidad del fenómeno histórico en su realidad pasada.  
            Una vez superada la antigua polémica entre historia narrativa e historia estructural, pensamos que ya no cabe una elección entre ellas, sino que podemos pensarlas en forma integrada, respetando la naturaleza dual de la historia: descriptiva en cuanto va construyendo un relato situado de lo sucedido, y explicativa por medio de complejas redes de conceptos. La historia es esa construcción de conocimiento que consiste en integrar la modalidad narrativa con la modalidad paradigmática, sometiendo la primera a los criterios de verificación y explicación que normalmente se aplican a la última. La posibilidad de combinar estas modalidades es parte del drama epistemológico de la historia. (Riviere, 1994:13-17). Sólo así parecería posible que - en el plano de la enseñanza de la Historia -  nuestros alumnos pudieran llegar a una comprensión de los complejos procesos sociales.

La teoría en la narración

            Nuestro pensamiento gira en realidad, en torno a la afirmación de que la disyuntiva entre narración y teoría en el proceso historiográfico resulta, en lo fundamental, una alternativa falsa, por cuanto toda historia que no contenga elementos narrativos deja automáticamente de ser historia como ciencia, es decir, saber disciplinado.
            Desde luego, resulta incierto que la narración tradicional haya carecido de elementos teóricos. La mayoría de los historiadores se desprendía de una determinada escuela. El uso de la conceptualización histórica se orientaba hacia un nivel de generalidad (feudalismo, imperialismo, Estado, sociedad, etc.) que suponía nociones teóricas más o menos acabadas. El estudio de la individualidad se conjugaba con lo que en nuestros días se llama estructura, y aunque quizás no había suficiente reflexión sobre esta teorización implícita, nos deben llamar la atención los logros impresionantes de esta historiografía, que para los cientistas sociales y para no pocos historiadores ha sido rotulada de preteórica.
            En la crítica a la narración histórica, es decir, la presentación del texto histórico que destaca un ordenamiento del acontecer de manera temporal, existe la noción más o menos consciente de que la estructura es la única realidad histórica. No obstante, una suposición tal, implica desconocer la dimensión temporal que funda la realidad histórica. Efectivamente, en donde se dan ciertas estructuras que experimentan una mutación lenta en el transcurso del tiempo, el lenguaje de la historia tiende a aproximarse hasta una casi total mimetización con el de la ciencia social correspondiente (sean estas estructuras lingüísticas, económicas, demográficas, etc.), según sea el lenguaje más útil como procedimiento investigativo (Kosellek, 1979:308-310)  
            Sin embargo, aún el estudio de las estructuras inmutables (o que parecen tales), si es que se insertan dentro de un interés histórico, tienen una referencia al tiempo histórico. En otras palabras, la narración constituye en la historiografía, el elemento central de estructuración de su discurso más propio. El hecho histórico no puede identificarse sin más con una teoría, pero ésta – o las teorías que sean necesarias – debe ser convocada a partir de las disciplinas auxiliares, para hacer inteligibles los momentos que integrarán ese relato. Es finalmente la narración histórica la que proporciona homogeneidad al discurso histórico (Baumgarther, 1979: 259-260)
Es aquí donde se torna imprescindible la presencia de la teoría. Pero ¿cuál es la función de la teoría narrativa en este contexto?. Según Ricoeur la importancia de la teoría narrativa se encuentra en sus poderosas virtualidades entre el punto de vista descriptivo de la acción y el prescriptivo. Vale decir que la teoría narrativa es útil como mediación entre descripción y prescripción. Por ende, la narración histórica debe ser explicativa, si no quiere ser reducida al carácter mismo del suceso a narrar. La unidad teórica que se alcanza en la narración histórica, no proviene de una teoría total, ni de la misma unidad teórica, sino de la unidad de la narración, en la cual los elementos teóricos alcanzan coherencia debido a las necesidades del relato historiográfico, a las necesidades de la narración histórica. Cada elemento teórico convocado para explicar una parcialidad de la narración, se encadena en un sentido mayor por medio de la narración. Es la narración la que efectúa la conexión y no la teoría la que impone su marco teórico, como las coordenadas que determinan la realidad.
Eliminando pues, la falsa antinomia entre conocimiento histórico y configuración narrativa, subsiste aún el problema de la puesta en marcha por parte de la historia, de distintos tipos de escritura narrativa, de distintos registros del relato. El del Mediterráneo de F. Braudel no es el del Montaillou de E Le Roy Ladurie, el de la microhistoria no es el de la historia social, el de una curva de precios no es el de una historia de vida. Podría resultar tentador dar a conocer esas diferencias, ya sea considerándolas como técnicas de observación compatibles (como son los manejos del microscopio o del telescopio), o relacionarlas con las mutaciones mismas que han afectado a las técnicas de los relatos de ficción, en textos y en imágenes, a través de dicho pasado. Es obvio que las elecciones hechas entre las distintas escrituras históricas posibles (todas pertenecientes al género narrativo) construyen formas de inteligibilidad diferentes de las realidades sociales pensadas diferentemente.
A través de estos contrastes, que distinguen las puestas en marcha del material histórico, se formulan en la actualidad, en las prácticas de análisis y no en el enunciado didáctico de las teorías de la historia, las mayores divergencias que separan a los historiadores (que sólo recortan de manera parcial las oposiciones heredadas e institucionalizadas) y constituye uno de los mayores desafíos para la enseñanza de la Historia.

Tiempo y lenguaje

            Con esto arribamos a otra proposición, que creemos es compartida por  historiadores y profesores de Historia. La dimensión temporal de la historia, la que crea historicidad, determina la necesidad de que la narración aspire a constituirse por sí misma en una suerte de estructura teórica, como el centro más intransable de la historiografía. El cómo estructurar la narración deviene en el problema fundamental al que deben enfrentarse el historiador y el docente, una vez que han efectuado la acumulación necesaria o suficiente de fuentes. En ese momento deben decidir y emplear el estilo de las ciencias sociales y de la filosofía analítica. Y no puede ser de otro modo, pues es allí cuando el material informe y caótico en que consisten los restos del pasado, puede adquirir forma por medio del lenguaje de la historia.
            Pero es en ese momento también, cuando se hace presente la necesidad de recurrir a los resultados y métodos de las ciencias sociales, que la historiografía emplea de todos modos, como medios de generalización o conceptos de generalidad relativa (Schneider,1965:128). La misma historia como ciencia, al no consistir en un lenguaje típico e intransferible, no posee en su arsenal semántico los medios de generalización adecuados. De ahí que la recurrencia a las ciencias sociales constituya en nuestros días, una necesidad imprescindible, al menos en una amplia gama de la actividad histórica.
Sin embargo, el problema radica en cómo se incorporan las ciencias sociales al horizonte historiográfico. Un antecedente importante se halla en el debate en torno a la historia cuantitativa de los años sesenta, es decir, esa historia que empleaba estadísticas, números, coeficientes, como signos de tendencia excluyente en su lenguaje, como símbolos autosuficientes de comunicación historiográfica. En muchas ocasiones el resultado historiográfico obtenido por los llamados historiadores cuantitativos mostraba una mimetización tal con el lenguaje de la ciencia auxiliar (de la economía moderna), que se matematizaba cada día más, hasta que finalmente aparecía la historia como escogiendo un tipo de formalización matemática del lenguaje. Pero ¿es esa formalización la que mejor nos introducirá en la realidad múltiple, incoherente y contradictoria en que consiste toda experiencia histórica que intentemos abrir a nuestro conocimiento y al de nuestros alumnos?  En el fondo, una pretensión tal demandaría al lenguaje de la historia que se constituyese en mero lenguaje de información, lo que implicaría ... la aplicación de fórmulas de lenguaje que, de modo semejante a las fórmulas matemáticas, quieren expresar ‘simbólicamente’ procesos lógicos difíciles (Schneider, 1990:120).
De todas maneras persiste el problema de la introducción del lenguaje de las ciencias sociales en el de la historia, incluyendo por cierto, a las formalizaciones matemáticas cuando son necesarias, y que a la vez, no sustraiga al discurso histórico de su misión de ser vía de interpretación de los signos del pasado. Por lo demás, el lenguaje de la historia requiere – y no puede dispensarse – de un pensamiento riguroso.
Creemos que tanto el historiador como el docente enriquecen su pensamiento y su modo de operar historiográfico acudiendo al lenguaje de las ciencias sociales, aunque no empleen sus signos y símbolos lingüísticos de acuerdo a la lógica propia de esa disciplina, salvo en casos muy puntuales. Lo que hacen es tenerlos presentes (en una especie de retaguardia de su conciencia) transmitiéndolos a través de una red sutil pero eficaz, que los inserta en una conceptualización y en un modo de explicar que, formalmente, puede ser el mismo de las ciencias sociales, pero cuya riqueza semántica está orientada hacia una desvelación de la historicidad respectiva.
Lo mismo ocurre con los modelos con que trabajan las ciencias sociales. La idea de exactitud que les otorga un prestigio tan caro, puede muy bien ser el límite más importante que se les imponga en su empleo en la historiografía. Un uso estricto de los modelos priva tanto al historiador como al docente, de aproximarse a la multiplicidad y elementos de disciplinas auxiliares, entrecruzados y seleccionados no sin cierta arbitrariedad, donde se encuentra ese pluralismo intelectual como método, y que es un requisito indispensable para la labor del historiador (Hughes,1969:216).
En cada uno de los pasos y etapas esos modelos, como fuente de referencia, tienen empleo de la manera más legítima y necesaria. Pero la riqueza de expresividad en el contexto historiográfico sólo emerge a la luz dentro de un campo semántico entregado por la narración, no en el antiguo sentido de enumeración de acontecimientos, de hechos históricos pensados, nominados (la nominación presupone un elemento reflexivo y analítico) y explicados (Barthes, 1967:65-66).  En suma, existe un momento discursivo que integra a la teoría dentro del fluir de un tiempo reconstruido en el discurso histórico y que es inseparable de la historia como ciencia.

El relato en la perspectiva histórica

            Es preciso subrayar que la importancia que le otorgamos a la narración en el trabajo historiográfico – en cierto sentido con prioridad a la teorización - no obedece a una mera insuficiencia de la historia estructural (de suyo necesaria), sino a la constatación de la imperiosa necesidad de la primera en el conocimiento histórico.
            Por estar inserta en ese fluir del tiempo que señalábamos precedentemente, la realidad histórica se estructura temporalmente, de modo que una narración también responde a una unidad estructural íntima a esa realidad. Pero además, el proceso histórico no se da dentro de un mundo de reglas fijas y repetibles, sino dentro de un todo en el cual acontecimientos intencionales y otros externos lo van animando y cambiando de dirección en cada momento, de donde surge su carácter único e irrepetible. La absoluta predeterminación de la historia aparece en nuestros días como la ilusión de las filosofías de la historia originadas en el siglo XIX y que escondían más bien el sueño de sus actores. En cambio, si consideramos a la Historia, como suma de esas acciones individuales o colectivas sometidas al azar y a la necesidad del tiempo, se nos aparece un elemento que requiere de una hermenéutica especial de los signos que miran hacia el pasado, presentes en el relato. El relato es un acto configurante, que de una simple sucesión, obtiene formas temporales organizadas en totalidades cerradas. Ese tiempo configurado está estructurado en tramas que combinan intenciones, causas y acontecimientos. Le corresponde el tiempo de los personajes del relato, que se incorpora simultáneamente a la trama, configurándole a los actores de la historia una identidad única: la identidad narrativa.
            Sobre esta línea de discusión es preciso volver a Tiempo y Narración de Paul Ricoeur, en la que se constatan los puntos de intersección y las líneas de divergencia entre relato ficticio y relato histórico. Esa pertenencia de la Historia a lo narrativo, que fundamenta la identidad estructural entre relato de ficción y relato histórico, no es exclusiva de la inteligibilidad.
            Aún cuando los textos literarios (específicamente nos referimos a los que articulan su corpus con hechos factuales), intercalan en su discurso otros textos objetivos (como cartas, memorias, etc.) todos ellos ingresan a la sustancia del contenido  como material para recibir un tratamiento semiótico que los integra a un nuevo sistema. En cambio, por más ficticio que pueda ser el texto histórico, su pretensión es ser una representación de la realidad. En otras palabras la historia es a la vez un artefacto literario en la medida en que, a la manera de todos los textos literarios, tiende a asumir el estatuto de un sistema de la realidad en que el mundo que se describe pretende valer para los casos efectivos del mundo real (Ricoeur, 1995:88).   
La profunda afinidad que existe entre el moderno lenguaje de la historia, con sus cortes temporales transversales, interrelacionado con otros tradicionales (o sincronía y diacronía), en suma, multilinearidad de la narración histórica por un lado, y literatura moderna y su presentación discontinua del tiempo (propio a su relato) por otro, conduce hacia algo más importante: la participación de ambos lenguajes (el de la historiografía y el de la prosa literaria) en las formas modernas de narración. Esta nueva estructura de la presentación del lenguaje histórico no depende solamente del encuentro de la historia con las ciencias sociales sino que es parte del despliegue de la conciencia del hombre en esa experiencia que se ha denominado modernidad y de la cual las ciencias sociales no son más que una manifestación entre otras muchas.

Enseñar a comprender el pasado histórico: conceptos y empatía

Uno de los casos en que se hace más evidente esa mutua complemeentariedad entre conceptos teóricos y datos concretos es el de la comprensión empática o empatía histórica. Con este anglicismo, que desde hace algún tiempo han puesto de moda algunos especialistas británicos en didáctica de la Historia, se designa la capacidad y disposición para comprender las acciones humanas en el pasado desde la perspectiva de los propios agentes en su tiempo.
Según María del Carmen González Muñoz (1996) la empatía es la disposición y capacidad por la cual la persona se identifica con los sentimientos y estados de ánimo de otras personas o grupos. La identificación histórica contextual constituye la capacidad de lograr una apreciación informada de las condiciones o de los puntos de vista de otras personas del pasado; depende de una interpretación imaginativa de los testimonios y de una habilidad para tomar conciencia de los anacronismos. Si nos situamos en el plano de la comprensión del pasado, podríamos intentar comprender por ejemplo, el por qué de la decisión del Rey Felipe II de enviar al Duque de Alba a Flandes en 1567. Para ello sería conveniente ponerse en el lugar de aquel rey, que por aquellos días se enfrentaba a graves problemas económicos y políticos, además de personales. Ahora bien, una explicación de la decisión del monarca español únicamente en esos términos sería parcial y acaso hasta ahistórica. Comprender la decisión de Felipe II exige entender también por qué en el siglo XVI una cuestión de diferencias religiosas entre el rey y sus súbitos, pudo convertirse en un auténtico problema de Estado. En otras palabras, el hecho requiere ser situado en el marco conceptual de las coordenadas religiosas e ideológicas de la época.
En síntesis, no basta con ponerse en el lugar del agente histórico para explicar su acción; se hace preciso además, utilizar ese mínimo aparato conceptual que los historiadores han elaborado, a fin de hacer inteligibles formas de vida, creencias, valores, etc., diferentes a los nuestros.
Ese doble plano – conceptual y factual – característico de la explicación histórica, corre el riesgo de olvidarse en ocasiones, al abordar la enseñanza de la Historia. En efecto, con frecuencia se suele hacer referencia sólo a uno de los planos: si en épocas no muy lejanas eran las cadenas de acontecimientos las encargadas de explicar el pasado, más recientemente, modelos teóricos y conceptos han asumido esa tareas de manera casi exclusiva.
Las consecuencias más visibles en la enseñanza de la Historia parecerían indicar una mayor coherencia y rigurosidad en el tratamiento de la disciplina, pero a la vez ésta se torna más abstracta y alejada de la experiencia y los intereses inmediatos del alumno. Se puede decir en consecuencia, que hay dos problemas que preocupan especialmente al docente. En primer lugar, recuperar el atractivo indudable que la Historia tiene para los estudiantes y, en segundo término, conseguir superar una comprensión estereotipada y limitada de los procesos históricos. En nuestra opinión, la solución habrá que buscarla proponiendo, entre otras medidas, una mayor presencia en nuestras clases, del individuo, el acontecimiento y la anécdota históricos, siempre que sean significativos de una sociedad y su época. Es en esta dirección, que los ejercicios de descentración histórica pueden resultar francamente útiles. Recuperar el relato significa contar con pasión, recuperar la vida y la singularidad de los otros. Es una tarea exigente, no para la memoria sino para el intelecto en tanto apela a una capacidad de descentración que permita ‘estar en el otro’, ser el otro por un instante. Nada menos ritual, nada menos mecánico que una comprensión a este nivel. (Zavala, 1999:75)
            Existen diversos tipos de ejercicios de empatía histórica. Una clasificación bastante muy clara la ha hecho T. Shemil (1984) al distinguir entre ejercicios descriptivos y explicativos. A los primeros corresponden todos aquellos que plantean tareas abiertas de reconstrucción de un ambiente, situación histórica, etc. A esta categoría pertenecen por ejemplo los del tipo “Imagina que viajas en una de las carabelas de Colón y describes en tu diario personal la llegada a tierras americanas”, o bien, “Imagina que eres un periodista que vive en Montevideo en 1830 y escribes para tu diario las impresiones recogidas en el acontecimiento llevado a cabo hoy 18 de julio.” Contra lo que suele creerse este tipo de ejercicios no resulta sencillo para alumnos de educación media y en ocasiones, puede que hasta escasamente relevantes para desarrollar su comprensión histórica.
 Los ejercicios explicativos por su parte, se caracterizan por plantear tareas más delimitadas, para cuya resolución se requiere asumir convenientemente la perspectiva de la época. A ésta última categoría pertenecen los ejercicios de toma de decisión, como por ejemplo “Eres un joven principista, que en el Montevideo de 1860 defiendes los valores de la libertad. Explica tu posición a un amigo.”
            Las influencias entre conceptos y empatía son recíprocamente beneficiosas para la comprensión histórica. Los conceptos facilitan un mejor análisis del contexto histórico y le permiten al alumno situar las formas de pensar de los individuos en el marco de las mentalidades colectivas. Por su parte los ejercicios de descentración o de empatía, evitan asimilaciones simplistas de los conceptos y permiten además, sacar fácilmente a la luz los conocimientos previos que los alumnos emplean en sus explicaciones históricas.
            Por otra parte, una enseñanza de la Historia que trate de fomentar la creatividad, no puede limitarse a ofrecer simplemente los resultados de la investigación histórica, sino que deberá poner al alumno en contacto con diversidad de fuentes que estimulen su razonamiento. Una novela por ejemplo podría ser una interesante alternativa. En particular la novelística del siglo XIX, con su cuidadosa descripción de ambientes, su construcción lineal (que facilita la lectura) y su atractiva línea argumental, pueden constituirse en un buen recurso didáctico. Gracias a estos ejercicios y recursos, el relato  ejercerá, sin duda, un importante rol en la enseñanza de la Historia.


REFERENCIAS        

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BAUMGARTHER, Hans Michel. Narración y teoría en la historia. En: Teoría y Narración en la Investigación Histórica, 1980, pp. 259-260
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