HISTORIA NARRATIVA Y EMPATÍA
EN LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA
MARÍA GUADALUPE LÓPEZ FILARDO
Las tendencias actuales de la investigación histórica por un lado y de la
didáctica por otro, sitúan al profesor de historia en una posición comprometida.
Los debates de los últimos años entre tendencias y escuelas historiográficas
han comenzado a repercutir de una u otra forma en la enseñanza de la historia,
buscando alternativas que permitan cubrir el vacío dejado por la crisis de los
modelos neo-marxistas y de los Annales, e
integrar los nuevos enfoques historiográficos en las actividades de enseñanza.
Las
grandes síntesis, con las que se pretendía explicar la historia mediante unos
pocos actores fácilmente esquematizables, han caído
en descrédito; la narración vuelve a ser apreciada, mientras que la
investigación se amplía a nuevos temas, encontrando su frontera más prometedora
en el ámbito de lo privado y en la historia de las mentalidades.
Ese
renovado interés al que hemos venido asistiendo en las últimas décadas, por la
narrativa en el ámbito de la educación, parecería poder detectarse en dos
planos distintos. Por un lado, en la propia investigación educativa, la cual,
desde enfoques predominantemente cualitativos, incorpora la teoría narrativa
como procedimiento para obtener saber educativo. Pero además, lo narrativo
entra en relación con la propia práctica educativa (aquí el uso de la narración
es pedagógico, en vez de epistemológico).
De ahí
que a las dificultades que plantea el cómo enseñar se añadan ahora las
del qué enseñar de la Historia.
En
este artículo trataremos, precisamente, de reflexionar en torno a esta idea,
ayudándonos de modo especial, con la contribución filosófica que ha realizado Paul Ricoeur (1995) a partir de
sus incursiones en la teoría narrativa.
Pensar
la educación narrativamente
Pretendemos
en primer término, definir las relaciones que se dan entre la educación y la
narración, y ofrecer algunos argumentos que justifiquen la posibilidad y la
necesidad de pensar la educación como el proceso de construcción de una identidad
narrativa. Desde este punto de vista, la referencia a la obra de Ricoeur resulta aquí muy pertinente, porque una de sus
principales contribuciones consiste en afirmar que nuestra capacidad humana
para la autocomprensión ha de pasar, necesariamente,
por el acceso a la cultura y, en general, a un conjunto muy amplio de
mediaciones simbólicas (signos, símbolos y textos), por cuanto nos educamos
en un mundo que nos es narrado. Parecería claro entonces, que la acción
educativa concebida como acción que puede ser narrada, es una acción mediada
textualmente. Éste es el argumento principal de Ricoeur.
Construimos nuestra identidad narrativamente, o lo que es lo mismo, a través de
lecturas históricas y de ficción por medio de las cuales vamos, una y otra vez,
componiendo nuestro personaje. Nos formamos leyendo el texto de nuestra propia
vida (que es biográfica) y el texto del mundo.
En
términos generales, es posible observar la extensión de una cierta conciencia
social o cultural, muy proclive a la autocomprensión
narrativa, como resultado de la crisis de los grandes relatos o explicaciones
totales del mundo. Esta conciencia – calificada de posmoderna – invitaría a
abandonar definitivamente las grandes narrativas y a optar por narrativas más
pequeñas y locales, pero en cambio más personales, que los individuos y las
comunidades pueden hacer de sí mismos.
Por
otro lado, la crítica cada vez más extendida al positivismo y al racionalismo –
una crítica que no obstante en el ámbito de las ciencias humanas y sociales,
con frecuencia es mucho menos sólida de lo que se pretende y por eso menos
productiva – también ha traído como consecuencia la necesidad de dar la palabra
a los genuinos protagonistas de la historia y a acentuar con ello la dimensión
emocional, afectiva y biográfica de la relación que se establece entre la
ciencia histórica y la educación.
Pero
aparte de estos argumentos (la crisis de los grandes relatos y la crítica a la
racionalidad técnica), existe un argumento de tipo antropológico, que parece
justificar la necesidad de pensar la educción narrativamente. El argumento
consiste en afirmar que la vida humana es, de modo esencial histórica y que en
cuanto tal, cada vida es una historia narrada en el tiempo y un proyecto
existencial biográfico. Concebir por lo tanto la vida humana como biografía, es
tratar de pensarla como relato.
Siguiendo
esta línea de pensamiento podría decirse que no es posible comprender la
Historia prescindiendo de la narración de quienes la protagonizaron y ello
implica además la imaginación, ya que sería erróneo suponer que los hombres
guían su conducta por una apreciación objetiva de los hechos. “Nuestra vida –
escribía Marcel Proust - es también la vida de los
demás, pues para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una
cuestión no de técnica, sino de visión. Es la revelación, que sería imposible
por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la
manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera, el arte
sería el secreto eterno de cada uno.” (1988:244-245)
Este
mensaje parece recogerlo la Nueva Historia, pues su objetivo no es sólo
registrar hechos, sino reconstruir cómo los vivieron, como los imaginaron por
tanto, los hombres y mujeres de otro tiempo. El historiador francés Jacques Le Goff, ha explicado que la historia de las mentalidades
no es la de los fenómenos objetivos, sino la de la representación
de los mismos y, por ello, ha de recurrirse a los documentos de lo imaginario,
es decir, al arte y la literatura.
Desde
este punto de vista, la educación se inscribe entre el deseo de narrar y
la narración del deseo, orientándose por una parte, a la formación de
una identidad personal que se encuentra comprometida con la recepción conjunta
– especialmente en la lectura – de los textos históricos y de ficción (lo que
nos conduce a un deseo progresivo de seguir narrando el mundo a los demás) y
por otra, a concebir que nuestro aprendizaje como seres humanos es, en el
fondo, una práctica narrativa dentro de la cual aprendemos a contarnos mejor lo
que somos, quiénes somos, cuáles son nuestras creencias e intenciones. En
consecuencia, el sujeto humano es, parcialmente, el producto de una pre-construcción narrativa. El trabajo, el consumo, la
violencia, la muerte, la educación, no podrían existir fuera de una estructura
narrativa. El mundo del relato configura la realidad social, la transfigura
y a su vez es transfigurado por ésta al darle un sentido, puesto que lo vincula
a un origen y le da una visión prospectiva.
La
imaginación narrativa
Todo lo que llevamos dicho suscribe a una tesis peculiar: por su estructura
inherentemente narrativa, el proceso educativo encuentra un modelo formal en el
paradigma literario. Para Ricoeur, narrar es
representar de manera creadora y original el campo de la acción humana,
estructurándola activamente mediante la invención de una trama, de un
relato.
Toda
narración es una invitación al pensamiento, a la construcción de significados,
a la elaboración de sentido. De ahí que sea posible afirmar que una primera
dimensión de la acción educativa es la imaginación. La acción educativa,
en tanto acción formadora de una identidad, debe inventar, es decir, tiene que
ver más con la ficción que con una supuesta realidad objetiva que no hace sino
esperar pasivamente a que la descubramos. Sin la ficción, o lo que es lo mismo
sin la mímesis (“imaginación creadora”), la
acción educativa carecería de sentido. Para que tenga sentido, la acción debe
ser narrada. No hay pues, acción sin mythos
(trama, relato) ni mímesis (imaginación). No
hay acción fuera de la trama y de la imaginación creadora; por eso no hay
acción sin relato, ni acción sin narración (Ricoeur,
1997:83-84)
La
mímesis tiene un sentido dinámico: es el
proceso activo de representar, pero no como una imitación o copia de una
realidad ya constituida, sino como una reconstrucción mediante la imaginación
creadora (Ricoeur, 1995: 83). De este modo puede
afirmarse que la acción educativa es una relación mimética,
especialmente si se la entiende como creación de tramas, de narraciones
y de tiempo. Porque no hay tiempo humano sin relato. Ésta es la tesis de
fondo de Tiempo y narración: el tiempo es tiempo humano en la medida que
es tiempo narrado, o sea, que puede expresarse narrativamente.
La
argumentación de Ricoeur tiene dos partes
diferenciadas: en primer lugar sostiene que siendo la vida humana temporalidad,
el tiempo humano se constituye a través del tiempo histórico y del tiempo
de ficción (epopeya, drama, novela, etc.) El análisis de esta cuestión lo
lleva a afirmar que la comprensión de uno mismo está mediatizada por esa
recepción conjunta de los relatos históricos y de los de ficción. El individuo,
así como la comunidad, posee una imagen de sí mismo, que depende de aquellas
imágenes del pasado fruto de los relatos que configuran su tradición simbólica
y que deben ser reelaborados y refigurados en el
presente. Es por lo tanto la lectura (la actividad de leer) – tanto en su
sentido literal como metafórico – el medio por el cual nos interpretamos a
nosotros mismos. Leyendo vamos refigurando el
personaje que somos, escuchando relatos y narraciones mejoramos nuestra
capacidad para comprendernos a nosotros mismos en las diferentes etapas de
nuestras vidas.
La
identidad narrativa, sea la de una persona o la de una comunidad, es ese
espacio interpuesto entre historia y ficción. En efecto, las vidas humanas son
más legibles cuando son interpretadas en función de las historias que la gente
lee y narra a propósito de ellas. Esas historias de vida se vuelven más
interesantes cuando se les aplican modelos narrativos (tramas) tomados de la
historia propiamente dicha o de la ficción (drama o novela). Según esto, la
relación entre la narración y la vida es doble. En primer lugar, la narración
remite a la vida, ya que el proceso de composición se realiza en el lector, en
el cual se opera una fusión de horizontes: el horizonte de su propio mundo de
lector y el del mundo de la ficción. En este sentido, leer es un modo de vivir;
contar y leer narraciones es vivirlas en el mundo de lo imaginario,
recreándolas en uno mismo. Por lo tanto, la autocomprensión
es una interpretación, que encuentra en la narración una mediación
privilegiada, a través de la historia y la ficción.
Historia
narrativa o historia de las mentalidades
Los dos términos narrativa y de las mentalidades son seguramente
los calificativos más usados para caracterizar algunas de las tendencias
historiográficas más novedosas y atractivas de las últimas décadas. Aunque cada
uno de ellos hace referencia en realidad, a un aspecto parcial del conocimiento
histórico – en un caso al procedimiento explicativo y en el otro al tema de
investigación – ambos son usados indistintamente la mayoría de las veces, para
hacer alusión a todo un haz de cambios de naturaleza en el discurso
histórico, como Lawrence Stone ha caracterizado
de forma extrema (1979:104).
Estos
cambios afectan de manera preferente a los temas de investigación. El interés
por el universo mental y afectivo sustituye al de las estructuras
socioeconómicas, pero también a los procedimientos de exposición y síntesis de
resultados; la descripción del microcosmos se prefiere al análisis del
macrocosmos y el acontecimiento concreto e individual sustituye a la
generalización y el dato anónimo. Pero ¿acaso suponen esos cambios un abandono
a la aspiración de hacer una Historia explicativa que intente dar respuestas a
los grandes por qué de nuestro pasado colectivo?
La
polémica no está en modo alguno cerrada. Para muchos,
las nuevas tendencias historiográficas son una manifestación elocuente del
fracaso de anteriores pretensiones científicas. En el extremo opuesto se sitúan
quienes postulando que la ciencia histórica sólo tiene que ocuparse de hechos y
prescindir de lo imaginario, acusan a los historiadores alineados con las
nuevas tendencias, de frivolidad, anecdotismo y de hacer, en realidad,
literatura documentada. Posiblemente, para estos detractores de la nueva
historia resultaría improcedente recurrir a la literatura como fuente
histórica.
Pero tal diagnóstico, además de discutible en su propia validez (¿la historia
de hoy es verdaderamente tan narrativa como pretende serlo?), nos parece
doblemente apresurado. Hay que reconocer junto con Ricoeur,
que la Historia en todas sus formas, desde las que menos describen los hechos
hasta las más estructurales, pertenecen plenamente al campo narrativo.
Cualquier escrito propiamente histórico se construye, en efecto, a partir de
fórmulas que pertenecen al relato. Existen diversas formas de transición que
remiten las estructuras del conocimiento histórico al trabajo de configuración
‘narrativa’ y que aparentan en uno y otro discurso, la concepción de la
causalidad, la caracterización de los sujetos de la acción, la construcción de
la temporalidad (1995: 247) A partir de esto, la Historia es siempre
relato, aún cuando pretenda dejar de lado lo narrativo y su modo de comprensión
siga siendo tributario de los procedimientos y operaciones que aseguran la
trama de las acciones representadas (Ibid: 289-304).
Conceptos,
generalizaciones y narrativa en la explicación histórica
No creemos necesario profundizar en este debate, pues nuestro interés se limita
a reflexionar sobre las implicaciones que estos cambios tienen en la enseñanza
de la Historia. Pero creemos necesario sin embargo, aclarar nuestra posición al
respecto. Nos parece acertada la opinión de Eric Hobsbawn
cuando - en respuesta al artículo de Stone - señalaba
que: Es posible considerar la historia de los hombres y de las mentalidades,
de las ideologías y de los acontecimientos, complementaria al análisis de las
estructuras y las corrientes socio-económicas, antes que se vea obligada a
sustituirla (1980:108).
Cuando se
trata de enseñar a comprender el pasado es imprescindible contar con conceptos
o hipótesis explicativas (como por ejemplo revolución liberal burguesa)
y también con generalizaciones de menor envergadura teórica (del tipo por
ejemplo, de monarquía absoluta), pues sin estos mínimos instrumentos
teóricos sólo dispondríamos de una mezcla caótica de datos. Pero a la vez,
resulta también imprescindible complementar, matizar, enriquecer en definitiva
esa perspectiva generalizadora, con el análisis pormenorizado de individuos y
situaciones concretas. No cabe por lo tanto, la simple oposición de pretender
contrastar las explicaciones sin el relato y los relatos sin explicación; la
comprensión histórica está construida, en y por el relato en sí, por sus
disposiciones y sus composiciones.
Pero
hay dos formas de entender esta afirmación. En primer término, puede significar
que la trama es en sí misma comprensión (y por lo tanto podría haber tantas
comprensiones posibles como tramas construidas) y que sólo es posible medir la
inteligibilidad histórica a través de la credibilidad que ofrece el relato ...aquello
que llamamos explicación no es más que la manera que el relato tiene para
organizar una intriga comprensible escribía Veyne
(1972:67), planteando que relatar es dar a comprender pero que,
consecuentemente, explicar en historia no es más que develar una intriga. Sin
embargo, la proposición que relaciona la narración y la explicación puede tener
otro sentido, si elabora los datos de la trama como rasgos que autorizan la
reconstrucción, sometida siempre al control de las realidades que la
produjeron. El conocimiento histórico se inscribe de esta forma, en un
paradigma del conocimiento que no es el de las leyes pertenecientes al de la
matemática ni tampoco el de los únicos relatos verosímiles (Ginzburg,
1989: 19). La trama debe entenderse como una operación de conocimientos que no
pertenece al orden de la retórica sino que plantea como central, la posible
inteligibilidad del fenómeno histórico en su realidad pasada.
Una vez superada la antigua polémica entre historia narrativa e historia
estructural, pensamos que ya no cabe una elección entre ellas, sino que podemos
pensarlas en forma integrada, respetando la naturaleza dual de la historia: descriptiva
en cuanto va construyendo un relato situado de lo sucedido, y explicativa
por medio de complejas redes de conceptos. La historia es esa
construcción de conocimiento que consiste en integrar la modalidad narrativa
con la modalidad paradigmática, sometiendo la primera a los criterios de
verificación y explicación que normalmente se aplican a la última. La
posibilidad de combinar estas modalidades es parte del drama epistemológico de
la historia. (Riviere, 1994:13-17). Sólo así
parecería posible que - en el plano de la enseñanza de la Historia -
nuestros alumnos pudieran llegar a una comprensión de los complejos procesos
sociales.
La
teoría en la narración
Nuestro
pensamiento gira en realidad, en torno a la afirmación de que la disyuntiva
entre narración y teoría en el proceso historiográfico resulta, en lo
fundamental, una alternativa falsa, por cuanto toda historia que no contenga
elementos narrativos deja automáticamente de ser historia como ciencia, es
decir, saber disciplinado.
Desde luego, resulta incierto que la narración tradicional haya carecido de
elementos teóricos. La mayoría de los historiadores se desprendía de una
determinada escuela. El uso de la conceptualización
histórica se orientaba hacia un nivel de generalidad (feudalismo, imperialismo,
Estado, sociedad, etc.) que suponía nociones teóricas más o menos
acabadas. El estudio de la individualidad se conjugaba con lo que en nuestros
días se llama estructura, y aunque quizás no había suficiente reflexión
sobre esta teorización implícita, nos deben llamar la
atención los logros impresionantes de esta historiografía, que para los cientistas sociales y para no pocos historiadores ha sido
rotulada de preteórica.
En la crítica
a la narración histórica, es decir, la presentación del texto histórico que
destaca un ordenamiento del acontecer de manera temporal, existe la
noción más o menos consciente de que la estructura es la única realidad
histórica. No obstante, una suposición tal, implica desconocer la dimensión
temporal que funda la realidad histórica. Efectivamente, en donde se dan
ciertas estructuras que experimentan una mutación lenta en el transcurso del
tiempo, el lenguaje de la historia tiende a aproximarse hasta una casi total mimetización con el de la ciencia social correspondiente
(sean estas estructuras lingüísticas, económicas, demográficas, etc.), según
sea el lenguaje más útil como procedimiento investigativo (Kosellek,
1979:308-310)
Sin embargo, aún el estudio de las estructuras inmutables (o que parecen
tales), si es que se insertan dentro de un interés histórico, tienen una
referencia al tiempo histórico. En otras palabras, la narración
constituye en la historiografía, el elemento central de estructuración de su discurso
más propio. El hecho histórico no puede identificarse sin más con una teoría,
pero ésta – o las teorías que sean necesarias – debe ser convocada a partir de
las disciplinas auxiliares, para hacer inteligibles los momentos que integrarán
ese relato. Es finalmente la narración histórica la que proporciona
homogeneidad al discurso histórico (Baumgarther,
1979: 259-260)
Es
aquí donde se torna imprescindible la presencia de la teoría. Pero ¿cuál es la
función de la teoría narrativa en este contexto?.
Según Ricoeur la importancia de la teoría narrativa
se encuentra en sus poderosas virtualidades entre el punto de vista descriptivo
de la acción y el prescriptivo. Vale
decir que la teoría narrativa es útil como mediación entre descripción y
prescripción. Por ende, la narración histórica debe ser explicativa, si
no quiere ser reducida al carácter mismo del suceso a narrar. La unidad teórica
que se alcanza en la narración histórica, no proviene de una teoría total, ni
de la misma unidad teórica, sino de la unidad de la narración, en la cual los
elementos teóricos alcanzan coherencia debido a las necesidades del relato
historiográfico, a las necesidades de la narración histórica. Cada elemento
teórico convocado para explicar una parcialidad de la narración, se encadena en
un sentido mayor por medio de la narración. Es la narración la que efectúa la
conexión y no la teoría la que impone su marco teórico, como las coordenadas
que determinan la realidad.
Eliminando
pues, la falsa antinomia entre conocimiento histórico y configuración narrativa,
subsiste aún el problema de la puesta en marcha por parte de la historia, de
distintos tipos de escritura narrativa, de distintos registros del relato. El
del Mediterráneo de F. Braudel no es el del Montaillou de E Le Roy Ladurie, el de la microhistoria
no es el de la historia social, el de una curva de precios no es el de
una historia de vida. Podría resultar tentador dar a conocer esas diferencias,
ya sea considerándolas como técnicas de observación compatibles (como son los
manejos del microscopio o del telescopio), o relacionarlas con las mutaciones
mismas que han afectado a las técnicas de los relatos de ficción, en textos y
en imágenes, a través de dicho pasado. Es obvio que las elecciones hechas entre
las distintas escrituras históricas posibles (todas pertenecientes al género
narrativo) construyen formas de inteligibilidad diferentes de las realidades
sociales pensadas diferentemente.
A
través de estos contrastes, que distinguen las puestas en marcha del material
histórico, se formulan en la actualidad, en las prácticas de análisis y no en
el enunciado didáctico de las teorías de la historia, las mayores divergencias
que separan a los historiadores (que sólo recortan de manera parcial las
oposiciones heredadas e institucionalizadas) y constituye uno de los mayores
desafíos para la enseñanza de la Historia.
Tiempo
y lenguaje
Con esto arribamos a otra proposición, que creemos es compartida por
historiadores y profesores de Historia. La dimensión temporal de la historia,
la que crea historicidad, determina la necesidad de que la narración aspire a
constituirse por sí misma en una suerte de estructura teórica, como el
centro más intransable de la historiografía. El cómo
estructurar la narración deviene en el problema fundamental al que deben
enfrentarse el historiador y el docente, una vez que han efectuado la
acumulación necesaria o suficiente de fuentes. En ese momento deben decidir y
emplear el estilo de las ciencias sociales y de la filosofía analítica. Y no
puede ser de otro modo, pues es allí cuando el material informe y caótico en
que consisten los restos del pasado, puede adquirir forma por medio del
lenguaje de la historia.
Pero es en ese momento también, cuando se hace presente la necesidad de
recurrir a los resultados y métodos de las ciencias sociales, que la
historiografía emplea de todos modos, como medios de generalización o conceptos
de generalidad relativa (Schneider,1965:128). La misma historia como ciencia, al no consistir
en un lenguaje típico e intransferible, no posee en su arsenal semántico los
medios de generalización adecuados. De ahí que la recurrencia a las ciencias
sociales constituya en nuestros días, una necesidad imprescindible, al menos en
una amplia gama de la actividad histórica.
Sin
embargo, el problema radica en cómo se incorporan las ciencias sociales al
horizonte historiográfico. Un antecedente importante se halla en el debate en
torno a la historia cuantitativa de los años sesenta, es decir, esa historia
que empleaba estadísticas, números, coeficientes, como signos de tendencia
excluyente en su lenguaje, como símbolos autosuficientes de comunicación
historiográfica. En muchas ocasiones el resultado historiográfico obtenido por
los llamados historiadores cuantitativos mostraba una mimetización tal con el lenguaje de la ciencia auxiliar (de
la economía moderna), que se matematizaba cada
día más, hasta que finalmente aparecía la historia como escogiendo un tipo de
formalización matemática del lenguaje. Pero ¿es esa formalización la que mejor
nos introducirá en la realidad múltiple, incoherente y contradictoria en que
consiste toda experiencia histórica que intentemos abrir a nuestro conocimiento
y al de nuestros alumnos? En el fondo, una pretensión tal demandaría al
lenguaje de la historia que se constituyese en mero lenguaje de información,
lo que implicaría ... la aplicación de fórmulas
de lenguaje que, de modo semejante a las fórmulas matemáticas, quieren expresar
‘simbólicamente’ procesos lógicos difíciles (Schneider,
1990:120).
De
todas maneras persiste el problema de la introducción del lenguaje de las
ciencias sociales en el de la historia, incluyendo por cierto, a las
formalizaciones matemáticas cuando son necesarias, y que a la vez, no sustraiga
al discurso histórico de su misión de ser vía de interpretación de los signos
del pasado. Por lo demás, el lenguaje de la historia requiere – y no puede
dispensarse – de un pensamiento riguroso.
Creemos
que tanto el historiador como el docente enriquecen su pensamiento y su modo de
operar historiográfico acudiendo al lenguaje de las ciencias sociales, aunque
no empleen sus signos y símbolos lingüísticos de acuerdo a la lógica
propia de esa disciplina, salvo en casos muy puntuales. Lo que hacen es
tenerlos presentes (en una especie de retaguardia de su conciencia)
transmitiéndolos a través de una red sutil pero eficaz, que los inserta en una conceptualización y en un modo de explicar que,
formalmente, puede ser el mismo de las ciencias sociales, pero cuya riqueza
semántica está orientada hacia una desvelación de la
historicidad respectiva.
Lo
mismo ocurre con los modelos con que trabajan las ciencias sociales. La
idea de exactitud que les otorga un prestigio tan caro, puede muy bien
ser el límite más importante que se les imponga en su empleo en la historiografía.
Un uso estricto de los modelos priva tanto al historiador como al docente, de
aproximarse a la multiplicidad y elementos de disciplinas auxiliares,
entrecruzados y seleccionados no sin cierta arbitrariedad, donde se encuentra
ese pluralismo intelectual como método, y que es un requisito indispensable
para la labor del historiador (Hughes,1969:216).
En
cada uno de los pasos y etapas esos modelos, como fuente de referencia,
tienen empleo de la manera más legítima y necesaria. Pero la riqueza de
expresividad en el contexto historiográfico sólo emerge a la luz dentro de un
campo semántico entregado por la narración, no en el antiguo sentido de
enumeración de acontecimientos, de hechos históricos pensados, nominados
(la nominación presupone un elemento reflexivo y analítico) y explicados (Barthes, 1967:65-66). En suma, existe un momento
discursivo que integra a la teoría dentro del fluir de un tiempo reconstruido
en el discurso histórico y que es inseparable de la historia como ciencia.
El
relato en la perspectiva histórica
Es preciso subrayar que la importancia que le otorgamos a la narración en el
trabajo historiográfico – en cierto sentido con prioridad a la teorización - no obedece a una mera insuficiencia de la historia
estructural (de suyo necesaria), sino a la
constatación de la imperiosa necesidad de la primera en el conocimiento
histórico.
Por estar inserta en ese fluir del tiempo que señalábamos precedentemente, la
realidad histórica se estructura temporalmente, de modo que una narración
también responde a una unidad estructural íntima a esa realidad. Pero además,
el proceso histórico no se da dentro de un mundo de reglas fijas y
repetibles, sino dentro de un todo en el cual acontecimientos intencionales y
otros externos lo van animando y cambiando de dirección en cada momento, de
donde surge su carácter único e irrepetible. La absoluta predeterminación de la
historia aparece en nuestros días como la ilusión de las filosofías de la
historia originadas en el siglo XIX y que escondían más bien el sueño de sus
actores. En cambio, si consideramos a la Historia, como suma de esas acciones
individuales o colectivas sometidas al azar y a la necesidad del tiempo, se nos
aparece un elemento que requiere de una hermenéutica especial de los signos que
miran hacia el pasado, presentes en el relato. El relato es un acto configurante, que de una simple sucesión, obtiene formas
temporales organizadas en totalidades cerradas. Ese tiempo configurado está
estructurado en tramas que combinan intenciones, causas y acontecimientos. Le
corresponde el tiempo de los personajes del relato, que se incorpora
simultáneamente a la trama, configurándole a los actores de la historia una
identidad única: la identidad narrativa.
Sobre esta línea de discusión es preciso volver a Tiempo y Narración de Paul Ricoeur, en la que se
constatan los puntos de intersección y las líneas de divergencia entre relato
ficticio y relato histórico. Esa pertenencia de la Historia a lo narrativo, que
fundamenta la identidad estructural entre relato de ficción y relato histórico,
no es exclusiva de la inteligibilidad.
Aún cuando los textos literarios (específicamente nos referimos a los que
articulan su corpus con hechos factuales),
intercalan en su discurso otros textos objetivos (como cartas, memorias,
etc.) todos ellos ingresan a la sustancia del contenido como material
para recibir un tratamiento semiótico que los integra a un nuevo sistema.
En cambio, por más ficticio que pueda ser el texto histórico, su pretensión
es ser una representación de la realidad. En otras palabras la historia es a la
vez un artefacto literario en la medida en que, a la manera de todos los textos
literarios, tiende a asumir el estatuto de un sistema de la realidad en que el
mundo que se describe pretende valer para los casos efectivos del mundo real
(Ricoeur, 1995:88).
La
profunda afinidad que existe entre el moderno lenguaje de la historia, con sus
cortes temporales transversales, interrelacionado con otros tradicionales
(o sincronía y diacronía), en suma, multilinearidad
de la narración histórica por un lado, y literatura moderna y su presentación
discontinua del tiempo (propio a su relato) por otro, conduce hacia algo
más importante: la participación de ambos lenguajes (el de la historiografía y
el de la prosa literaria) en las formas modernas de narración. Esta nueva
estructura de la presentación del lenguaje histórico no depende solamente del
encuentro de la historia con las ciencias sociales sino que es parte del
despliegue de la conciencia del hombre en esa experiencia que se ha denominado modernidad
y de la cual las ciencias sociales no son más que una manifestación entre otras
muchas.
Enseñar
a comprender el pasado histórico: conceptos y empatía
Uno
de los casos en que se hace más evidente esa mutua complemeentariedad
entre conceptos teóricos y datos concretos es el de la comprensión empática o empatía histórica. Con este
anglicismo, que desde hace algún tiempo han puesto de moda algunos
especialistas británicos en didáctica de la Historia, se designa la capacidad y
disposición para comprender las acciones humanas en el pasado desde la
perspectiva de los propios agentes en su tiempo.
Según
María del Carmen González Muñoz (1996) la empatía es la disposición y
capacidad por la cual la persona se identifica con los sentimientos y estados
de ánimo de otras personas o grupos. La identificación histórica contextual constituye
la capacidad de lograr una apreciación informada de las condiciones o de los
puntos de vista de otras personas del pasado; depende de una interpretación
imaginativa de los testimonios y de una habilidad para tomar conciencia de los
anacronismos. Si nos situamos en el plano de la comprensión del pasado,
podríamos intentar comprender por ejemplo, el por qué de la decisión del Rey
Felipe II de enviar al Duque de Alba a Flandes en 1567. Para ello sería
conveniente ponerse en el lugar de aquel rey, que por aquellos días se
enfrentaba a graves problemas económicos y políticos, además de personales. Ahora
bien, una explicación de la decisión del monarca español únicamente en esos
términos sería parcial y acaso hasta ahistórica.
Comprender la decisión de Felipe II exige entender también por qué en el siglo
XVI una cuestión de diferencias religiosas entre el rey y sus súbitos, pudo
convertirse en un auténtico problema de Estado. En otras palabras, el hecho
requiere ser situado en el marco conceptual de las coordenadas religiosas e
ideológicas de la época.
En
síntesis, no basta con ponerse en el lugar del agente histórico para explicar
su acción; se hace preciso además, utilizar ese mínimo aparato conceptual
que los historiadores han elaborado, a fin de hacer inteligibles formas de
vida, creencias, valores, etc., diferentes a los nuestros.
Ese
doble plano – conceptual y factual – característico de la explicación
histórica, corre el riesgo de olvidarse en ocasiones, al abordar la enseñanza
de la Historia. En efecto, con frecuencia se suele hacer referencia sólo a uno
de los planos: si en épocas no muy lejanas eran las cadenas de acontecimientos
las encargadas de explicar el pasado, más recientemente, modelos teóricos y
conceptos han asumido esa tareas de manera casi
exclusiva.
Las
consecuencias más visibles en la enseñanza de la Historia parecerían indicar una
mayor coherencia y rigurosidad en el tratamiento de la disciplina, pero a la
vez ésta se torna más abstracta y alejada de la experiencia y los intereses
inmediatos del alumno. Se puede decir en consecuencia, que hay dos problemas
que preocupan especialmente al docente. En primer lugar, recuperar el atractivo
indudable que la Historia tiene para los estudiantes y, en segundo término,
conseguir superar una comprensión estereotipada y limitada de los procesos
históricos. En nuestra opinión, la solución habrá que buscarla proponiendo,
entre otras medidas, una mayor presencia en nuestras clases, del individuo, el
acontecimiento y la anécdota históricos, siempre que sean significativos de una
sociedad y su época. Es en esta dirección, que los ejercicios de descentración
histórica pueden resultar francamente útiles. Recuperar el relato significa
contar con pasión, recuperar la vida y la singularidad de los otros. Es una
tarea exigente, no para la memoria sino para el intelecto en tanto apela a una
capacidad de descentración que permita ‘estar en el otro’, ser el otro por un
instante. Nada menos ritual, nada menos mecánico que una comprensión a este
nivel. (Zavala, 1999:75)
Existen diversos tipos de ejercicios de empatía histórica. Una clasificación
bastante muy clara la ha hecho T. Shemil (1984) al
distinguir entre ejercicios descriptivos y explicativos. A los
primeros corresponden todos aquellos que plantean tareas abiertas de
reconstrucción de un ambiente, situación histórica, etc. A esta categoría pertenecen
por ejemplo los del tipo “Imagina que viajas en una de las carabelas de
Colón y describes en tu diario personal la llegada a tierras americanas”, o
bien, “Imagina que eres un periodista que vive en Montevideo en 1830 y
escribes para tu diario las impresiones recogidas en el acontecimiento llevado
a cabo hoy 18 de julio.” Contra lo que suele creerse este tipo de
ejercicios no resulta sencillo para alumnos de educación media y en ocasiones,
puede que hasta escasamente relevantes para desarrollar su comprensión
histórica.
Los
ejercicios explicativos por su parte, se caracterizan por
plantear tareas más delimitadas, para cuya resolución se requiere asumir
convenientemente la perspectiva de la época. A ésta última categoría pertenecen
los ejercicios de toma de decisión, como por ejemplo “Eres un joven principista, que en el Montevideo de 1860 defiendes los
valores de la libertad. Explica tu posición a un amigo.”
Las
influencias entre conceptos y empatía son recíprocamente beneficiosas para la comprensión
histórica. Los conceptos facilitan un mejor análisis del contexto histórico y
le permiten al alumno situar las formas de pensar de los individuos en el marco
de las mentalidades colectivas. Por su parte los ejercicios de descentración o
de empatía, evitan asimilaciones simplistas de los conceptos y permiten además,
sacar fácilmente a la luz los conocimientos previos que los alumnos emplean en
sus explicaciones históricas.
Por otra parte, una enseñanza de la Historia que trate de fomentar la
creatividad, no puede limitarse a ofrecer simplemente los resultados de la
investigación histórica, sino que deberá poner al alumno en contacto con
diversidad de fuentes que estimulen su razonamiento. Una novela por ejemplo
podría ser una interesante alternativa. En particular la novelística del siglo
XIX, con su cuidadosa descripción de ambientes, su construcción lineal (que
facilita la lectura) y su atractiva línea argumental, pueden constituirse en un
buen recurso didáctico. Gracias a estos ejercicios y recursos, el relato
ejercerá, sin duda, un importante rol en la enseñanza de la Historia.
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